Duelo

Duelo: ¿reacción normal o enfermedad?

 Enfrentarse a la pérdida de un ser querido es una tarea ardua, pero inevitable. Durante los días (incluso semanas o meses) posteriores al hecho, la persona que afronta la pérdida puede experimentar fenómenos físicos como náuseas, sensación de opresión en la garganta, un nudo en el estómago, palpitaciones, insomnio, pesadillas, falta de aire, fatiga… Habituales son también el llanto, los suspiros, la tendencia al aislamiento, el aturdimiento, la falta de atención, que suelen acompañarse de estados de ánimo e ideas persistentes con contenidos que incluyen la culpa, a veces la incredulidad ante lo sucedido, la sensación (en ocasiones tan nítida como una percepción real) de que esa persona sigue estando y que se la puede sentir o incluso oír, los reproches al que se ha marchado, las autoinculpaciones por si no se hizo todo lo que se debió… 

No vivimos tiempos en los que se facilite ese período para el dolor y, muchas veces, nosotros mismos carecemos de la capacidad para tolerar y dejar aflorar esa tristeza con la suficiente serenidad. Ello conduce con frecuencia a consultar a profesionales sanitarios en búsqueda de respuestas químicas para acallar esas emociones dolorosas o para aliviar síntomas que restan eficacia, preocupan y desgastan física y anímicamente (como el insomnio o la ansiedad).

Aunque en la mayoría de los casos se trata de un proceso limitado en el tiempo y de intensidad asumible, conviene no restar trascendencia a este delicado momento de la vida. Tan importante como no medicalizarlo innecesariamente es detectar aquellos personas en las que el proceso adquiere tintes menos benignos para convertirse en lo que se conoce como “duelo complicado” y que puede implicar un notable sufrimiento. Se entiende que un duelo tiene características preocupantes o francamente patológicas cuando: 

  1. a) su duración abarca un período más largo de lo entendido como “habitual” (las fronteras temporales establecidas para empezar a preocuparse oscilan, dependiendo de los autores, entre los 6 meses y el año), o
  2. b) sus manifestaciones físicas o emocionales adquieren una magnitud lo suficientemente relevante como para comprometer seriamente su bienestar físico, psíquico y social.

La autovigilancia y la supervisión atenta de las personas cercanas resulta fundamental para no adentrarse en un camino autodestructivo de no fácil retorno. La intervención de la red familiar y social próxima resulta determinante sobre todo en sujetos que, por inmadurez o especial vulnerabilidad, no son capaces de llevar a cabo una evaluación objetiva de su estado para tomar iniciativas eficaces. Niños, adolescentes y ancianos emergen como los colectivos que más ayuda y atención preventiva han de recibir.

Es importante que el sujeto sepa cuándo debe pedir ayuda profesional para que este dolor no se enquiste, sobre todo si ha pasado un tiempo prudencial y la intensidad del duelo no desaparece y, con el consejo oportuno, determinar si le conviene optar por una terapia individual o grupal. Hay que evitar que el dolor bloquee la posibilidad de una vida normalizada y altere la salud física, el equilibrio emocional e, incluso, la integración social. Es decir, que el duelo por fallecimiento o abandono no se convierta en una patología ni en el motivo de un deterioro paulatino de la integración familiar, el rendimiento académico o laboral o el estancamiento de la evolución vital.

Ana Isabel Sanz. Psiquiatra.

Sin comentarios

Añadir un comentario

Buscar
Suscribirse
Archivo